martes, 31 de agosto de 2010

Ordenacion presbiteral de Juan Carlos


Ordenación Presbiteral de Juan Carlos Silva Yacila, hsa. (30 de Agosto de 2010. Nació en Corrales – Tumbes Perú el 9 de septiembre de 1978, 31 años de edad. Sus padres: Pedro Pablo Silva y Elsa Nérida Yacila. Tiene 4 hermanos: Magaly, Nelson, Jorge y Ellen.
Ingresó al aspirantado de los Hijos de santa Ana el año 1999, el 25 de marzo del 2000 al Postulantado y el 24 de marzo de 2001 al Noviciado; hizo la primera profesión religiosa el 14 de octubre de 2002 y la profesión perpetua, el 25 de marzo de 2006. Realizó los estudios de filosofía y teología en la Facultad de Teología, Pontificia y Civil de Lima. El 28 de Noviembre de 2009 fue ordenado Diácono en la Parroquia Nuestra Señora del Carmen Por la imposición de manos de Mons. Adriano Tomassi ofm, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Lima y hoy 30 de agosto, solemnidad de Santa Rosa de Lima, es ordenado presbítero, en la parroquia Nuestra Señora del Carmen – Lima, por la imposición de manos de Mons. Adriano Tomassi ofm.

lunes, 23 de agosto de 2010

Caer en brazos de Dios

"A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a Él, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente en este mundo".
Ninguna riqueza del mundo bastaría si Dios nos pidiese cuentas, y es que ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?, decía Ignacio a Francisco.
Hoy en día el problema sigue siendo el mismo, un problema que afrontamos a diario, y quizás es hoy más difícil de lo que fué ayer, para nuestros padres, nuestros abuelos.
El mundo de hoy ofrece posibilidades nunca antes vistas, tanto buenas como malas, ofrece libertad y también (en abundancia) libertinaje. Andamos con los ojos vendados ante el despliegue de esa modernidad que envuelve y empalaga los sentidos, dejándonos incapaces de poder discernir.
En la actualidad, el ser humano tiene miedo de tomar decisiones importantes, aquellas que son del espíritu, ante una decisión, siente que esta en un vacío, le parece que va a caer inevitablemente y por eso se aferra a la superficie, aunque sea una superficie árida y desierta, al tiempo esa superficie, se vuelve su vida.
Hoy se sufre de un modo distinto al sufirmiento de tiempos de Ignacio, el hombre tiene el espìritu roto, el alma dolida y la lleva a rastras, ¿acaso no somos capaces de salir de nuestro "yo" un instante, y ver al que sufre al lado?. No, hoy buscamos sentirnos satisfechos, como si empacharse fuera igual a sentirse lleno, lleno de esa riqueza que "no es destruida por polilla, ni arrebatada por ladrones".
Ignacio también tuvo dudas, estando convaleciente y experimentando el doloroso parto de la conversión, dejando que el espíritu corra por el ser, dudaba entre seguir a Cristo, o seguir al mundo, amores, glorias, riquezas. Pero tuvo que apostar, decidirse por una de "las dos banderas", y él eligió seguir a Cristo, y como los apóstoles dejándolo todo, se marchó con Dios como norte.
Hay que saltar, en la vida tenemos que tomar decisiones, si tenemos a Dios como norte, nada puede fallar, Él es como un padre que espera al hijo que salte del columpio, lo espera con los brazos abiertos y lo anima a saltar, el niño tiembla, pero la voz de su padre le inspira confianza, finalmente, salta... ¿creen que el padre no lo sostendrá?... Dios siempre esta ahí, con los brazos abiertos, como en la cruz.
Isaías pone en boca de Dios las siguientes palabras: “¿Acaso puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el Hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, Yo no me olvidaré". Confiemos pues en Dios, seamos como Ignacio, Francisco, Pedro, como tantos otros que han dado sus vidas por un mensaje de amor, por amar más, por hacer que ese músculo que llevamos en el pecho quede corto ante la explosión de afecto.
Porque siendo transparentes, no debe existir miedo al salto a confiar, Dios todo lo ve en nosotros y a pesar de eso nos ama, "hasta el último de nuestros cabellos ha sido contado por Él", ¿quieres ver mi creación mas hermosa?, pues mírate en un espejo, dice nuestro Padre en cada oración.
Si damos todo de nosotros, lo bueno, lo malo, lo feo, y lo ponemos en manos de Dios, no tengamos dudas que Él nos va a conducir a la verdadera felicidad, porque esa es su Gloria, no hay mayor gloria para el Señor que la felicidad de sus hijos, ¿acaso no es la de todo padre?, Dios no se niega ni se negará jamás a sí mismo, todo en Él es amor y Perdón.
Animados pues, confiemos... que vamos a caer en sus brazos.

jueves, 19 de agosto de 2010

Carta de un sacerdote

Esta carta pertenece al P. José Luis Martín Descalzo, un sacerdote español.
Señor nada soy sin ti, mi dolor es también tuyo, bendice, bendice… Espíritu santo, sopla sobre mí. Gracias señor. Gracias. Con esta palabra podría concluir esta carta, Dios mío, amor mío; porque eso es todo lo que tengo que decirte: Gracias, gracias. Sí, desde la altura de mis cincuenta y cinco años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu misericordia sobre mí; no ha existido una hora en que no haya experimentado tu presencia amorosa y paternal acariciando mi alma.
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas de salud y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad, porque -aparte de que yo no soy más importante que nadie- toda mi vida es testimonio de dos cosas: en mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de manos de los hombres; de ellos he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones, pero de ti no he recibido sino una interminable siembra de gestos de cariño; mi última enfermedad es uno de ellos.
Me diste primero el ser; esta maravilla de ser hombre, el gozo de respirar la belleza del mundo, el de encontrarme a gusto en la familia humana; el de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas recibidos, serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente, pero ¿en nombre de qué podría yo ahora fingirme un mártir de la condición humana si sé que, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades?
Y, además, tú acompañaste el don de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas; para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo, jamás me aterrorizaron con tu nombre y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el correr de las horas.
Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no existía, pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría implorado la existencia, ésta, precisamente, que de hecho me diste.
Supongo que fue absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido, sólo por tener los padres y hermanos que tuve; todos fueron testigos vivos de la presencia de tu amor. En ellos aprendí -¡qué fácilmente!- quién eras y cómo eres. Desde entonces amarte -y amar, por tanto, a todos y a todo- me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte; lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá pondría, infaliblemente, a la hora de comer; algo que vendría con toda seguridad y, que si no venía, era simplemente porque aquel día estaban más caros los huevos, no porque hubiera escaseado el amor. Entonces aprendí también que el dolor era parte del juego; no una maldición, sino algo que entraba en el sueldo de vivir; algo que, en todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la alegría.
Gracias a todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al decirlo- ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino sólo un tanto grises. Otro amigo me escribe en estos días que podré soportar la diálisis «chapuzándome en Dios»; a mi eso me parece un poco excesivo y melodramático porque, o no es para tanto, o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la presencia «normal» de Dios y en ti me siento siempre como acorazado contra el sufrimiento; o tal vez es que el verdadero dolor aún no ha llegado.
A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes; yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi madre; la de morirme con las manos vacías, porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo; ni siquiera la soledad, ni siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo siento pero, ¿qué hago yo si a mi no me has abandonado nunca? A veces me avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de Getsemaní. Pero es que tú -no sé por qué- jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez -en mis sueños heroicos- he pensado que me habría gustado tener yo también una buena crisis de fe para demostrarte a ti y a mi mismo que la tengo. Dicen que la auténtica fe se prueba en el crisol y yo no he conocido otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes.
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los demás; el pecado ha puesto su guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura he podido experimentar plenamente la llama negra del mal, de tanta luz como tú mantenías a mi lado. En la miseria, he seguido siendo tuyo y hasta me parece que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo.
También me gustaría presumir ante ti de persecuciones y dificultades; pero tú sabes que, aún en lo humano, me rodeó siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada incomprensión diez sonrisas; que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera daño y, sobre todo, que no me dejara amargura dentro, que incluso de aquello saqué siempre ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades.
Luego, me diste el asombro de mi vocación; ser cura es imposible, tú lo sabes, pero también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es cierto, el entusiasmo de enamorado de los primeros días pero, por fortuna, no me he acostumbrado aún a decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé aún lo que es el gozo soberano de poder ayudar a la gente -siempre más de lo que yo personalmente sabría- y el de poder anunciarles tu nombre. Aún lloro -¿sabes?- leyendo la parábola del hijo pródigo; aún -gracias a ti- no puedo decir sin conmoverme esa parte del credo que habla de tu pasión y de tu muerte.
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu hijo, Jesús. Si yo hubiera sido el más desgraciado de los hombres, si las desgracias me hubieran perseguido por todos los rincones de mi vida, sé que me habría bastado recordar a Jesús para superarlas. Que tú hayas sido uno de nosotros me reconcilia con todos nuestros fracasos y vacíos. ¿Cómo se puede estar triste sabiendo que este planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué quiero más ternuras que la de pensar en el rostro de María?
He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido feliz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora? Porque éste es el asombro; el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte. Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el de que nos permitas amarte. Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. Pero ¡sí estamos haciendo algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza; amarte, colaborar contigo en la construcción del gran edificio del amor!
Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento con creer que mi cabeza reposando en tus manos te da la oportunidad de quererme. Y me da un poco de risa eso de que nos vas a dar el cielo como premio. ¿Como premio de qué? Eres un tramposo; nos regalas tu cielo y encima nos das la impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes muy bien, es él solo su propia recompensa y no es que la felicidad sea la consecuencia o el fruto del amor; el amor ya es, por sí solo, la felicidad. Saberte padre es el cielo. Claro que no me tienes que dar porque te quiera; quererte ya es un don. No podrás darme más.
Por todo eso, Dios mío, he querido hablar de ti y contigo en esta página final de mis Razones para el amor. Tú eres la última y la única razón de mi amor; no tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases tú? ¿En qué vino insípido se tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de tu amor? Eres tú quien da fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es repetir y repetir tu nombre y retirarme.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Sacerdote. ¿Por qué no?

Sacerdote, ¿Por qué no?
Viene a mi recuerdo la anécdota que José Luis Martín Descalzo -q.e.p.d.- contaba de un concurso fotográfico que organizó hace años el periódico Il Tempo sobre: «¿qué quieres ser de mayor?». Los niños italianos acudían a la redacción del periódico para elegir uno de los setenta y ocho oficios que ofrecían. Se vestían con el traje y se hacían una fotografía. El periódico fue seleccionando y publicando las mejores imágenes.
Cuentan que hubo un niño que miró la lista una y otra vez, como si buscase algo que no encontrara… Al no hallar lo que buscaba, le dijo a su padre:
–Papá, y sacerdote ¿no puedo ser?
Su padre se quedó helado. Repasó la lista y efectivamente no habían contemplado que alguien pudiera soñar con ser sacerdote de mayor.
Tal vez para algunos, en el mundo que anhelan, sólo tengan cabida buzos, astronautas, bomberos, toreros, deportistas… y no sacerdotes.
Desconozco si fue un olvido fortuito o un presagio del equipo de dirección. Lo cierto es que hace unos días compré un libro titulado «Elige lo que quieres ser. Guía completa de carreras universitarias y formación profesional». Y por lo que he podido hojear, en el mundo con el que sueñan algunos, sólo tienen cabida economistas, científicos, médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, empresarios, políticos, periodistas, deportistas, cantantes…
Ciertamente son pocos los que llegan a descubrir que la verdadera necesidad de nuestra humanidad hoy es la de ser «panaderos», «panaderos de Dios», es decir, sacerdotes. En el mundo sigue habiendo hambre. Muchos, sobre todo ahora, tienen por desgracia también hambre de pan. Otros, tienen hambre de justicia, de ternura, de amor. Al parecer, «el pan con código de barras» que la sociedad de consumo ofrece no termina de saciarles plenamente. Todos, aunque a veces lo ignoren o incluso lo nieguen, sienten profundamente «hambre de Dios». Necesitan sentirse queridos, respetados, valorados, llenar sus vidas de sentido, de plenitud, de autenticidad, de libertad, de felicidad, de eternidad… Dones y gracias que sólo el Señor puede regalarnos ofreciéndose Él mismo como «pan eucarístico» que es compartido y repartido por quienes han sido llamados (vocación) a ser, por pura gracia, sus «panaderos» (sacerdotes).
¡Qué suerte poder contar en cada comunidad, en cada pueblo o país, con un puñado de «panaderos» que repartan a manos llenas el «pan de la Palabra», el «pan de la Eucaristía», el «pan de la Misericordia (reconciliación)», el «pan de la Fraternidad (comunión)», el «pan de la Solidaridad»…!
No sé si aquellos redactores de Il Tempo practicaban como católicos, pero podría asegurar que, casi todos ellos un día entraron a formar parte de la gran familia cristiana con el agua que un sacerdote derramó en sus frentes recién nacidas; que temblaron sus piernas cuando un sacerdote les dio el Cuerpo de Cristo (la comunión); que todos ellos habrán tenido un amigo sacerdote que alguna vez les haya escuchado, orientado y animado a cambiar de actitud o de vida (conversión) y a descubrir el verdadero rostro de Dios, Padre entrañable que perdona y devuelve a cada uno su dignidad como hijo… E imagino que algún día desearán tener un sacerdote al lado, cuando el Padre les mire, y les pregunte: «Y tú, ¿qué has hecho de tu vida?». Sería muy triste que en ese momento únicamente se vieran rodeados de buzos, astronautas, bomberos, toreros…
Los sacerdotes ―aun reconociendo sus límites y fragilidades― son una bendición para todos, un «bien ecológico» para la humanidad y no un objeto arqueológico como a muchos les gustaría. Ser sacerdote hoy es una de las formas más sublimes de hacer visible el Reino de Dios; una de las formas más hermosas de encarnar los ideales de cualquier joven; una de las formas posibles de hacer la voluntad de Dios y sentirse plenamente realizado; una de las formas reales de ser feliz; una de las formas, aunque parezca paradójico, de ser totalmente libre; una de las formas más auténticas para ser realmente fecundo en la vida… Pero sigue siendo un bien escaso; un ministerio con plazas disponibles.
¿Has pensado alguna vez que Dios ha podido adornarte con esta gracia tan extraordinaria? ¿No sientes curiosidad por saberlo? Si así fuera, ¡no tengas miedo! Te basta su GRACIA.
Ángel Javier Pérez Pueyo. Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades. Conferencia Episcopal Española.

martes, 10 de agosto de 2010

ORDENACION SACERDOTAL DE JUAN CARLOS

El 30 de Agosto, solemnidad de Santa Rosa de Lima, patrona de America y Filipinas, y, tambien patrona de la Provincia Religiosa de las Hijas de Santa Ana en el Perú, nuestro hermano Juan Carlos Silva Yacila recibirá la ordenación presbiteral por la imposición de manos de Mons. Adriano Tomassi ofm, Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Lima. Acompañemos con nuestras oraciones este gran evento eclesial; especialmente los días 20 - 25 de agosto en que Juan Carlos hará los ejercicios espirituales en preparación a su ordenación. Felicidades Juan Carlos.

p. Martin hsa