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domingo, 22 de abril de 2012

Tiempo de Pascua

Pascua es la más antigua y la más grande de las fiestas cristianas; más importantes incluso que Navidad. Su celebración en la vigilia pascual constituye el corazón del año litúrgico. Dicha celebración, precedida por los cuarenta días de cuaresma, se prolonga a lo largo de todo el período de cincuenta días que llamamos tiempo pascual. Esta es la gran época de gozo, que culmina en la fiesta de pentecostés, que completa nuestras celebraciones pascuales, lo mismo que la primera fiesta de pentecostés fue la culminación y plenitud de la obra redentora de Cristo.
El calendario romano general proporciona una clave para la comprensión de esta época en su sección sobre el tiempo pascua. Los cincuenta días que van desde el domingo de resurrección hasta el domingo de pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratara de un solo y único día festivo; más aun, como un "gran domingo". Estos son los días en los que principalmente se canta el Aleluya.
Es una descripción muy significativa. Demuestra claramente que hoy la Iglesia interpreta la pascua y sus resultados exactamente en el mismo sentido que lo hacía la Iglesia de la antigüedad. En esta interpretación de la pascua, el nuevo calendario es todavía más tradicional que el anterior. Explicaremos por qué.
Antes de la reforma del calendario y del misal, el tiempo de pascua era presentado como apéndice de la pascua más que como parte intrínseca de la misma celebración pascual y su continuación durante todo el período de cuarenta días. Los domingos que seguían se llamaban domingos después de pascua, y no domingos de pascua, como se los designa actualmente. Era realmente un tiempo de carácter jubiloso y festivo; pero no se lo podría definir como una celebración ininterrumpida del día mismo de pascua.
Este período pertenece a la parte más antigua del año litúrgico, que, en su forma primitiva (siglo III), constaba simplemente del domingo, el triduo pascual y los cincuenta días que seguían al domingo de pascua, llamados entonces pentecostés o "santo pentecostés". El nombre no se refería, como ahora, a un día concreto, sino a todo el período.
Pentecostés era una larga y gozosa celebración de la fiesta de pascua. Todo el período era como un domingo, y para la Iglesia primitiva el domingo era sencillamente la pascua semanal. Los cincuenta días se consideraban como un solo día, e incluso se los designaba con el nombre de "el gran domingo" (magna dominica). Cada día tenía las características de un domingo; se excluía el ayuno, estaba prohibido arrodillarse: los fieles oraban de pie como signo de la resurrección, y se cantaba repetidamente el Aleluya, como en pascua.
En cierta manera hemos de recuperar el espíritu del antiguo pentecostés y el sentido de celebración, que no se conforma con un día, ni siquiera con una octava, para celebrar la pascua, sino que requiere todo un período de tiempo. Hemos de verlo como un todo unificado que, partiendo del domingo de pascua, se extiende hasta la vigilia del quincuagésimo día; una época que san Atanasio designa como la más gozosa (laetissimum spatium).
Celebrar la resurrección.  El misterio de la resurrección recorre todo este tiempo. Se lo contempla bajo todos sus aspectos durante los cincuenta días. La buena nueva de la salvación es la causa del regocijo de la Iglesia. La resurrección se presenta a la vez como acontecimiento y como realidad omnipresente, como misterio salvador que actúa constantemente en la Iglesia. Así se deduce claramente del estudio de la liturgia pascual. Comenzando el domingo de pascua y su octava, advertimos que los evangelios de cada día nos relatan las varias manifestaciones del Señor resucitado a sus discípulos: a María Magdalena y a las otras mujeres, a los dos discípulos que iban camino de Emaús, a los once apóstoles sentados a la mesa, en el lago de Tiberíades, a todos los apóstoles, incluido Tomás. Estas manifestaciones visibles del Señor, tal como las registran los cuatro evangelistas, pueden considerarse el tema mayor de la liturgia de la palabra. Así es ciertamente en la octava, en la que cada día se nos presenta el acontecimiento de pascua bajo una luz nueva.
Después de la octava, no se pierde de vista la resurrección, sino que se la contempla desde una perspectiva diferente. Ahora se destaca sobre todo la presencia activa en la Iglesia de Cristo glorificado. Se lo contempla como el buen pastor que desde el cielo apacienta a su rebaño, o como el camino que lleva al Padre, o bien como la fuente del Espíritu y el que da el pan de vida, o como la vid de la cual obtienen la vida y el sustento los sarmientos.
Considerada, pues, como acontecimiento histórico y como misterio que afecta a nuestra vida aquí y ahora, la resurrección es el foco de toda la liturgia pascual. Es éste el tiempo de la resurrección y, por tanto, de la nueva vida y la esperanza.
Y como este misterio es realmente una buena nueva para el mundo, es preciso atestiguarlo y proclamarlo. Los evangelios nos presentan el testimonio apostólico y exigen de nosotros la respuesta de la fe. También hay otros escritos del Nuevo Testamento, como los Hechos de los Apóstoles, que han consignado. para nosotros el testimonio que los discípulos dieron de "la resurrección del Señor Jesús".
Participar de la resurrección. Durante el tiempo de pascua no celebramos sólo la resurrección de Cristo, la cabeza, sino también la de sus miembros, que comparten su misterio. Por eso el bautismo tiene tan gran relieve en la liturgia. Por la fe y el bautismo somos introducidos en el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección del Señor. La exhortación de san Pablo que se lee en la vigilia pascual resuena a lo largo de toda esta época:
Los que por el bautismo fuimos incorporados a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rom 6,3-11).
No basta con recordar el misterio, debemos mostrarlo también con nuestras vidas. Resucitados con Cristo, nuestras vidas han de manifestar el cambio que ha tenido lugar. Debemos buscar "las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios" (Col 3,1). Esto significa compartir la libertad de los hijos de Dios en Jesucristo. Consideraremos estas gracias de la pascua en el próximo capítulo.
Todo el misterio de la redención. La conmemoración litúrgica de la resurrección está en el corazón del tiempo pascual. Sin embargo, ésta no agota todo el contenido de este período. Pertenecen también a este tiempo los gloriosos misterios de la ascensión y pentecostés. Sin ellos, la celebración del misterio pascual quedaría incompleta.
Parece ser que en los primeros tiempos cristianos, antes de que el año litúrgico comenzara a adquirir forma en el siglo IV, la ascensión y pentecostés no se celebraban como fiestas aparte. Pero estaban incluidas en la comprensión global de la pascua que tenía la Iglesia entonces. Se conmemoraban implícitamente dentro de los cincuenta días y eran tratadas como partes integrantes de la solemnidad pascual. Por eso no es extraño que se refiriesen a todo el período pascual como "la solemnidad del Espíritu".
El padre Robert Cabié, en un estudio exhaustivo de pentecostés en los primeros siglos, observa que la Iglesia primitiva, en su celebración de lo que ahora llamamos tiempo pascual, conmemoraba todo el misterio de la redención. Esto incluía la resurrección, las manifestaciones del Señor resucitado, su ascensión a los cielos, la venida del Espíritu Santo, la presencia de Cristo en su Iglesia y la expectación de su vuelta gloriosa.
A la luz de lo que sabemos de la cristiandad primitiva, el período de pentecostés celebraba el misterio cristiano en su totalidad, de la misma forma que el domingo, día del Señor, celebraba todo el misterio pascual. El domingo semanal y el "gran domingo" introducen ambos al cuerpo de Cristo en la gloria adquirida por la cabeza.
La experiencia de la Iglesia primitiva puede enriquecer nuestra comprensión del tiempo pascual. La conciencia viva de la presencia de Cristo en su Iglesia era parte importante de esta expresión. Dicha presencia continúa poniéndose de relieve en la liturgia y se simboliza en el cirio pascual que permanece en el presbiterio. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan los cuarenta días que median entre pascua y la ascensión como el tiempo en que el Señor resucitado está con sus discípulos. Como en tiempos pasados, la Iglesia conmemora hoy esta presencia histórica, al mismo tiempo que celebra la presencia de Cristo aquí y ahora en el misterio de la liturgia. Durante el tiempo pascual, la Iglesia, esposa de Cristo, se alegra por haberse reunido de nuevo con su esposo (cf Lc 5,34-35). (Fuente: Mercaba.org)

domingo, 8 de abril de 2012

La Resurrección de Jesús

¿Cómo ocurrió la resurrección de Jesús? Muy de madrugada del domingo, varias mujeres, de las que habían acompañado a Jesús hasta su sepultura, quisieron volver al sepulcro. Eran María Magdalena, Salomé, María, la madre de Santiago, Juana y las demás mujeres que estaban con ellas. Habían comprado bálsamos aromáticos para ungir el cuerpo de Jesús.  Al ir camino del sepulcro, se decían una a otra: “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?” Pero de pronto hubo un gran terremoto. El ángel del Señor descendió del cielo, removió la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias temblaron y quedaron como muertos. El ángel entró en el sepulcro, y se sentó. Los soldados de la guardia fueron a la ciudad y dieron aviso a los principales sacerdotes de todas las cosas que habían acontecido.Mientras tanto, las mujeres llegaron al sepulcro. Ya estaba más claro, y pudieron ver que el sepulcro estaba abierto: la losa que debía tapar la boca del sepulcro, estaba rodada al lado, y por allí no se veía ningún soldado. Algunas de las mujeres, con María Magdalena, inmediatamente pensaron: “Se han robado al Señor”. Se dieron media vuelta y fueron a avisar a los discípulos.
¿Y qué hace el grupo principal de las mujeres? Mientras tanto, las otras mujeres se acercaron al sepulcro, y vieron dentro a dos ángeles, uno a la cabecera y el otro a los pies del sepulcro. Los ángeles dicen a las mujeres: ¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?  No está aquí; más bien, ha resucitado. Acuérdense de lo que les dijo cuando estaba aún en Galilea: "Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado y resucite al tercer día”. Vengan y vean el lugar donde estaba puesto. Y vayan de prisa y digan a sus discípulos y a Pedro que ha resucitado de entre los muertos. Entonces ellas salieron a toda prisa del sepulcro, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos.  Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Saludos!  Ellas se echaron a sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dijo: No teman. Vayan, den las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea. Allí me verán.
Mientras tanto, ¿qué pasó con María Magdalena y las otras mujeres? Ellas avisaron a los Apóstoles, especialmente a Pedro, y le dicen: “Se han robado al Señor”. Inmediatamente Pedro y Juan salen juntos corriendo hacia el sepulcro. Pero Juan, que era más joven, corría más que Pedro. Así que se adelantó y llegó primero al sepulcro. Pero esperó a Pedro.
Muy educado este Juan, ¿no? Sí. Y eso que Juan sabía que Pedro había negado al Señor tres veces durante la Pasión. Él en cambio había acompañado a Jesús y a su madre hasta el Calvario. Esto de esperar a Pedro es un gesto de aceptación y reconciliación.
Pero una vez que llegó Pedro, entraron los dos al sepulcro. Vieron las vendas en el suelo. “Y el sudario, que había estado sobre su cabeza, no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte”. Los dos quedaron muy impresionados. En concreto Juan comenzó a creer algo: “vio y creyó”.  Y se volvieron a casa. A Pedro se le apareció Jesús después, dice el evangelista Lucas.
¿Y  qué hizo María Magdalena? María no se quedó tranquila. Ella volvió al sepulcro. Vio a Pedro y a Juan que se iban del sepulcro, pero ella se quedó allí llorando frente a él. Entonces miró dentro del sepulcro. Y vio dos ángeles en ropas blancas que estaban sentados, el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto.  Pero ella no los reconoce como ángeles. Ellos le preguntan a María: “¿Por qué lloras?”, y ella explica con las lágrimas en sus ojos: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. Entonces María se vuelve, miró atrás, y vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús. Creía que era el jardinero. Pero Jesús la llama por su nombre: “María”. Al oír la voz de Jesús, María lo reconoce, lo llama “Rabboni” (Maestro), y se lanza a sus pies. Jesús le dice: “Déjame, pero vete a mis hermanos, y diles: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’”.  Por eso a María Magdalena se le llama “Apóstol de los Apóstoles”. Los judíos tenían el sábado como el día de descanso semanal, pues en la Creación del mundo, Dios descansó al séptimo día. Los cristianos lo cambiaron al domingo, porque la resurrección de Jesús, el hecho más importante de la humanidad, ocurrió en domingo. Decimos “Felices Pascuas” (de Resurrección). Y en Navidad decimos: “Felices Pascuas” (de Navidad). Cristo ha resucitado. Cristo vive. Aleluya. Éste fue el primer grito de fe, de vida nueva, y de victoria definitiva. En algunas partes de Bolivia se tiene hoy la costumbre popular de la “Quema de Judas”. Feliz Pascua de Resurreccion!!!!!

domingo, 10 de abril de 2011

Domingo 10 de Abril de 2011, 5º de Cuaresma: Nuestra esperanza

El relato de la resurrección de Lázaro es sorprendente. Por una parte, nunca se nos presenta a Jesús tan humano, frágil y entrañable como en este momento en que se le muere uno de sus mejores amigos. Por otra parte, nunca se nos invita tan directamente a creer en su poder salvador: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá… ¿Crees esto?»

Jesús no oculta su cariño hacia estos tres hermanos de Betania que, seguramente, lo acogen en su casa siempre que viene a Jerusalén. Un día Lázaro cae enfermo y sus hermanas mandan un recado a Jesús: nuestro hermano «a quien tanto quieres» está enfermo. Cuando llega Jesús a la aldea, Lázaro lleva cuatro días enterrado. Ya nadie le podrá devolver la vida.

La familia está rota. Cuando se presenta Jesús, María rompe a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver los sollozos de su amiga, Jesús no puede contenerse y también él se echa a llorar. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. ¿Quién nos podrá consolar?

Hay en nosotros un deseo insaciable de vida. Nos pasamos los días y los años luchando por vivir. Nos agarramos a la ciencia y, sobre todo, a la medicina para prolongar esta vida biológica, pero siempre llega una última enfermedad de la que nadie nos puede curar.

Tampoco nos serviría vivir esta vida para siempre. Sería horrible un mundo envejecido, lleno de viejos y viejas, cada vez con menos espacio para los jóvenes, un mundo en el que no se renovara la vida. Lo que anhelamos es una vida diferente, sin dolor ni vejez, sin hambres ni guerras, una vida plenamente dichosa para todos.

Hoy vivimos en una sociedad que ha sido descrita como “una sociedad de incertidumbre” (Z. Bauman). Nunca había tenido el ser humano tanto poder para avanzar hacia una vida más feliz. Y, sin embargo, nunca tal vez se ha sentido tan impotente ante un futuro incierto y amenazador. ¿En qué podemos esperar?

Como los humanos de todos los tiempos, también nosotros vivimos rodeados de tinieblas. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Cómo hay que vivir? ¿Cómo hay que morir? Antes de resucitar a Lázaro, Jesús dice a Marta esas palabras que son para todos sus seguidores un reto decisivo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí, aunque haya muerto vivirá… ¿Crees esto?»

A pesar de dudas y oscuridades, los cristianos creemos en Jesús, Señor de la vida y de la muerte. Sólo en él buscamos luz y fuerza para luchar por la vida y para enfrentarnos a la muerte. Sólo en él encontramos una esperanza de vida más allá de la vida.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Cuaresma 2011

“Conviértanse porque el Reino de Dios está cerca” (Mt. 4,17).

Queridos hermanos y hermanas, (lectores de nuestro Blog) les saludo deseándoles la gracia y el amor que Jesús vino a traernos con el anuncio del Reino y con su muerte y resurrección.

Iniciamos el santo tiempo de la Cuaresma, camino hacia la Pascua. Desde el miércoles de ceniza todos recibiremos un renovado y fuerte llamado a la conversión. Quien acepta este llamado y cambia de vida “va recuperando la inocencia de la mirada y, con ello, la confianza y la disposición para vivir encomunión con Dios y con el prójimo, para ser testigos y servidores de la reconciliación, con la misión de ser constructores de la paz y fermento de un mundo más justo”.

Las prácticas cuaresmales del ayuno, la abstinencia, la oración, la limosna, y todos los sacrificios propios del tiempo de Cuaresma, hemos de hacerlos con libertad y gozo interior, no a la fuerza ni de mala gana; no apegándonos a la ley por la ley, sino incluso yendo más allá de la ley, con un amor creativo para descubrir lo que personalmente cada uno puede hacer para apoyar su propio proceso de conversión y su crecimiento en el amor a Dios y a su prójimo. Nadie crea que por sus sacrificios se va a ganar el perdón de Dios, pues “quien pretende merecer el perdón de Dios por sus obras de penitencia es fácilmente engañado nuevamente por el mal y los frutos de este engaño se manifiestan en la dureza de corazón, en el juicio despectivo de las personas y en la soberbia de sentirse merecedores de todo y moralmente superiores a los demás”.

El llamado a la conversión de este tiempo de Cuaresma es para todos: nadie es tan bueno que no necesite conversión, y nadie es tan malo que no pueda arrepentirse y encontrar el perdón de nuestro buen Padre Dios. Cuando los hombres vuelvan a poner a Dios en su corazón; cuando dejen de servir al dinero y de buscar el placer sin límites; cuando cada uno considere su cuerpo como templo del Espíritu y considere a su prójimo en su dignidad de hijo de Dios, entonces la violencia de todo tipo terminará. Quien se convierte a Dios encuentra la paz interior y ofrece la paz a quienes les rodean. “Reconciliados con Dios y con el prójimo, los discípulos somos mensajeros y constructores de paz y, por tanto, partícipes del Reino de Dios”.

La inmensa mayoría de los cristianos hemos sido bautizados en nuestra primera infancia, casi recién nacidos. Fuimos bautizados en la fe de nuestros padres y en la fe de la Iglesia. Cada año, durante la Cuaresma, algunos adultos se preparan intensamente para ser bautizados en la noche de Pascua. En esa misma noche santa todos somos invitados a renovar las promesas bautismales, como culmen de nuestro camino cuaresmal. El Papa Benedicto XVI nos habla de esto en su mensaje cuaresmal con las siguientes palabras: “El hecho de que en la mayoría de los casos el Bautismo se reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don de Dios: nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia “los mismos sentimientos que Cristo Jesús” (Flp 2, 5) se comunica al hombre gratuitamente”.

El Bautismo y la conversión son conceptos inseparables, pues la conversión lleva al Bautismo y el ser Bautizado lleva a una vida de conversión continua. Entendida así, la conversión es la dinámica de toda vida auténticamente cristiana, es el dinamismo que conduce a la santidad de vida. El Bautismo se hace actual en cada Confesión, en cada Comunión, y en cada momento en el que nos abrimos a la Gracia del amor de Dios. Dice el Papa en su mensaje: “El Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo”.

Jesús, el Señor, quiso ser bautizado por Juan el Bautista, demostrando así que no se avergüenza de llamarnos hermanos. El se bautizó para iniciar con humildad su vida pública, predicando así con el ejemplo. Bajó al agua para darle a este signo validez, la cual quedó refrendada por su muerte y resurrección. Fue hasta el momento en que estaba apunto de ascender a los cielos, cuando envió a sus discípulos a bautizar a los creyentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Finalmente el Papa relaciona el Bautismo con los elementos propios de la espiritualidad cuaresmal, cuando dice que: “el encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo”.

Les deseo que la vivencia cristiana de esta cuaresma traiga la paz al interior de cada corazón, paz a la intimidad de cada familia, paz a nuestras calles y caminos, paz que brota del amor y la justicia. Demos muerte al pecado y dejemos que viva todo ser humano. Que la Madre de Jesús nos acompañe en este camino cuaresmal.