martes, 27 de abril de 2010

Dios nos llama una a una, uno a uno, personalmente, por nuestro nombre

Dios no nos llama a granel, sino de un modo personalizado: desea que seamos todos santos –felices en esta tierra y en el Cielo, unidos a la Cruz de Cristo- recorriendo el camino irrepetible de cada una, de cada uno .

La vocación, por tanto, es al mismo tiempo comunitaria (todos tenemos vocación) y personal (yo tengo mi vocación, una vocación singular). No hay ninguna existencia dejada al azar, olvidada o sometida a un destino ciego.

Todos —bautizados o no— somos enviados por Dios. Todos tenemos una misión específica en la tarea de la Corredención. Cada persona es un misterio único de amor y de vocación:

“Todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío” (Catecismo de la Iglesia Católica, 864).

Dios propone un plan a cada hombre, pero no se lo impone: la libertad del hombre, al aceptar el plan divino, se conjuga misteriosamente con la gracia de Dios. De ese modo, el hombre acaba fortaleciendo y configurando su propia vocación: “Hermanos, pongan el mayor esmero en fortalecer su vocación y elección” (2 Pedro, 1.10).

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